ENGAÑO, FRAUDE Y ECOCIDIO EN LA CUMBRE DEL CLIMA DE PARÍS



Basta con observar de forma autónoma y experiencial la realidad para concluir que el año 2015 ha sido temible climáticamente, en la península Ibérica y en otros muchos lugares. La lista de perturbaciones acaecidas es extensa y calamitosa. Subrayaría tres, un verano inusualmente tórrido y además desprovisto casi del todo de tormentas, de agua de lluvia; un otoño muy seco, en gran medida una continuación del verano, y una entrada de la estación fría tan aberrantemente caliginosa que varias especies de plantas y frutales han florecido en diciembre… como si en vez de ser el principio del invierno estuviéramos al comienzo de la primavera. La situación es tan desasosegante que se teme que las perturbaciones climáticas alcancen a corto plazo una intensidad tal que incluso modifiquen el celo de los animales, lo que tendría efectos impredecibles.

En el caso de que hubiera una decena de años similares a 2015 en el futuro próximo podremos preguntarnos, con aprensión y sobresalto, si los patrones que gobiernan el clima del planeta no están ya sustantivamente alterados y dañados, tal vez de manera irreversible.

Así las cosas, se celebra la Cumbre del Clima de París, precisamente en el mes que hasta hace unos pocos decenios en nuestras latitudes era helador y hoy “primaveral”, el último del año. Representantes de 195 países más el gobierno de la UE signan un documento“vinculante” que propone mantener el futuro ascenso de las temperaturas por debajo de los 2 ºC, a poder ser en torno a 1,5 ºC, reduciendo paso a paso el uso de combustibles fósiles y desarrollando las energías renovables… y la nuclear. La operación costará unos 100.000 millones de dólares, lo que hace las delicias del capitalismo “verde”, el único capaz, al parecer, de “salvar al planeta”. De nuevo vemos cómo opera el actual sistema, convirtiendo las nocividades en negocio. Pero, ¿por cuánto tiempo podrá hacerlo?

Dicha cumbre establece como causa única de facto del cambio climático el incremento de los gases de efecto invernadero, de modo que reduciendo sus emisiones el problema se resolverá en no demasiados años. Es cierto que se refiere vagamente a los “sumideros de carbono” o grandes masas de vegetación, pero nada creíble ha habido en ella a favor de la forestación. Aquélla ha sido un paso atrás en comparación con diversas tomas anteriores de posición, en las que se apuntaba a una pluralidad de causas del calentamiento global, los citados gases pero también la deforestación y la expansión vertiginosa de la agricultura industrial. Incluso los más perspicaces y audaces (es decir, los más alejados de las instituciones estatales, por tanto, dotados de libertad de juicio) apuntaban además al proceso de urbanización, de concentración de la población en colosales megalópolis. Todo eso ahora ha sido suprimido: el monismo explicativo ha triunfado.

Hechos incontrovertibles son ignorados, por ejemplo, que fue la agricultura a gran escala y las ciudades lo que hicieron del norte de África, primero con los romanos y después con el islam, una combinación de áreas desarboladas, erosionadas, desecadas, pre-desérticas y desérticas, bastante antes del comienzo de la revolución industrial y de la alta concentración de anhídrido carbónico en la atmósfera. O que en España la colosal destrucción de bosque alto, monte bajo y pastizales que resultó de la revolución liberal con las diversas expresiones de la desamortización civil, ya desde finales del siglo XVIII, produjo un cambio climático perceptible, sobre todo crisis hídrica, empeoramiento del clima y desertificación, en lo que fue una alteración climática global demoledora, vivida como tal por quienes eran capaces de observar y pensar por sí mismos. Todo para promover una expansión patológica de la agricultura que pudiera alimentar al monstruoso aparato militar-policial-funcionarial-adoctrinador estatuido por la revolución liberal y a la base física de asentamiento del nuevo mega-Estado, las grandes ciudades[1], además de para permitir la industrialización.

Considerando las causas del cambio climático en curso ha de advertirse que hay muchísimo por investigar y determinar. Deducirlo todo desde el aumento de los gases de efecto invernadero no es aceptable, pues la deforestación es otra causa, posiblemente la principal, primero por sí misma y luego porque la dramática mengua de la cubierta vegetal en todo el planeta impide la absorción del anhídrido carbónico.

La formulación aprobada en París tiene las siguientes ventaja para el statu quo: 1) presenta la alteración climática como contrariedad que pueden resolver los Estados y gobiernos, que de ese modo aparecen como fuerzas protectoras, 2) el capitalismo, en su versión “verde”, es el encargado de obrar benéficamente, con las energías renovables y también, no se olvide, con las centrales nucleares, 3) se manipula a la opinión pública para que ignore y se desentienda de los asuntos fundamentales, los bosques y el arbolado, la agricultura industrial, invasiva y a colosal escala, y las metrópolis, todos ellos situados en la raíz del problema.

Empecemos por los bosques. En la génesis de las lluvias son determinantes los bosques, no sólo los tropicales sino también los de las áreas templadas. Por eso se usa la expresión bosque pluvial, o formación arbórea que atrae las lluvias y que en un sentido literal crea el agua. Utilicemos, por tanto, la formulaciónbosque pluvial templado, al que Ignacio Abella denomina “la vieja selva europea”, como factor decisivo para la conservación y regeneración de los elementos sustanciales de la vida en nuestras latitudes. Pero los árboles y los bosques no sólo producen agua sino que operan como bombas de calor[2], redistribuyendo la energía del sol y, en consecuencia, enfriando la superficie del planeta. Además, promueven una biodiversidad magnífica, animal y vegetal, generan materia orgánica, proporcionan una enorme cantidad de alimentos, medicinas y materias primas e impiden la erosión de los suelos.

Así pues, aunque las medidas acordadas en París fueran efectivas en la reducción significativa de la emisión de gases de efecto invernadero, por sí mismas y aisladamente no pueden detener y menos aún revertir el cambio climático. Hacen falta bosques.

Pero lo decidido allí va, además, en contra de la cubierta vegetal planetaria. Las eólicas, los aerogeneradores, son una agresión al medioambiente, a la flora al dañar la cubierta vegetal de las áreas en que son situados, y a la fauna, en especial a las aves y a los murciélagos, que mueren al estrellarse contra las aspas. Y ¿qué decir de la temible energía nuclear, convertida en París, a la chita callando, en remedio sanador? La solución está en la reducción del consumo de energía, en su disminución radical y sustantiva. Mantener que se puede detener el cambio climático y al mismo tiempo favorecer un crecimiento casi exponencial del gasto energético es un fraude. Un fraude perpetrado en París por el bloque Estados-UE-ecologistas-ONGs-capitalismo “verde”.

Las ciudades multiplican el uso y derroche de la energía. Es sabido que el consumo energético por persona en las megalópolis es el doble que en las pequeñas poblaciones, de manera que la creciente concentración de la población en ellas lleva al aumento de aquél. La agricultura industrial existe para abastecer a las ciudades[3], por tanto mientras éstas no sean desmanteladas la contaminación calorífica y la producción de gases de efecto invernadero será máximo, y además creciente, al ser creciente la población de las urbes.

Tomemos el sector del olivar. En lo que se conoce como España ocupa 2,6 millones de has, exportándose el 60% de la producción. La creación de lo que con desvergüenza se denomina “bosque olivarero”, desde el siglo XIX hasta hoy, ha sido una agresión brutal al medio ambiente, al descuajar la vegetación natural en enormes espacios, y ha originado un cambio climático de lo más aflictivo, que junto con otras muchas actuaciones similares (verbigracia el pinar artificial, o la cerealización[4], o la remolacha, o las plantaciones de eucaliptos, o el maíz en la Iberia seca, o el viñedo en La Mancha, o los cítricos en el Levante, o la agricultura bajo plástico en Almería, o…) nos está poniendo a las puertas del desierto, cuando no dentro de él ya, situación que se ha agravado desde la entrada en la UE y la aplicación de la PAC (Política Agraria Común). Ahora, además, aquel descarriado monocultivo productivista está amenazado por la bacteria Xylella, procedente de Italia, una plaga hasta el presente sin cura. Mejor no pensar en qué sucedería si en el olivar se repitiera lo que la grafiosis ha hecho con los olmos.

En París se ha argüido que todo eso no es significativo, que basta con sustituir las energías fósiles por las renovables y problema resuelto. De una manera particularmente estólida y mendaz eso ha sido defendido por Kumi Naiddo director ejecutivo de Greenpeace. El ecologismo institucional se centró en señalar lo“insuficiente” de las medidas adoptadas, por tanto de las inversiones a realizar. Aferrado al criterio de lo cuantitativo ignora lo cualitativo, el cambio revolucionario múltiple que es necesario para que los ciclos básicos de la vida puedan tener continuidad. No se trata de más o menos dinero para políticas e inversiones “verdes” sino de proyectar y promover una revolución ecológica y medioambiental, por tanto política, económica, espiritual y convivencial, que modifique cualitativamente lo existente.

Hay que fomentar el bosque autóctono. Hay que, en la península Ibérica y Canarias, retirar 10 millones de has de la agricultura (aproximadamente la mitad de las hoy en laboreo), para su reforestación con especies autóctonas. Esto equivale a plantar al menos unos 2.000 millones de árboles[5] y una cantidad al menos 5 veces superior de arbustos de sotobosque, también autóctonos, lo que regularía funcionalmente el clima, enfriaría la superficie, originaría un flujo de la biodiversidad y activaría el ciclo del agua, haciendo retroceder al proceso de desertificación en curso, que ya afecta a los 4/5 partes del territorio. Esa reforestación a gran escala no es compatible con la proliferación de los aerogeneradores, tan agresivos contra la cubierta vegetal. Las eólicas, por tanto, no pueden ser más que un remedio secundario y subordinado, aunque útil en ciertos casos, siempre a pequeña o mediana escala.

Para realizar esa tan gigantesca como imprescindible mutación hay que ir sustituyendo nuestra alimentación actual, basada en productos de la agricultura, por otra en la que las plantas silvestres y los frutos de especies no cultivadas tengan un peso significativo, hasta llegar a ser al menos un tercio del total ingerido. Al mismo tiempo, conviene ir supliendo las medicinas químicas y tecnológicas por los remedios a base de elementos vegetales[6]. Tenemos que retroceder parcialmente a la fase de recolectores, aprendiendo a comer[7] y a curarnos con lo que la naturaleza nos da sin cultivar, graciosa y generosamente. Hemos, así pues, de afirmar nuestra condición de seres de la naturaleza para reducir nuestro vigente estatuto, tan artificial como peligroso, de entes de la política, la tecnología y la economía. Para que el bosque sea dominante hemos de aprender a vivir del bosque.

Las ciudades convierten las zonas rurales en suministradores de alimentos, materias primas, agua, energía y mano de obra (a través del ominoso sistema de la emigración). Con ello devastan el medio natural[8], sustituyen el monte autóctono por las tierras de cultivo, en proceso continuado de erosión y aridificación, y por las plantaciones forestales de especies de crecimiento rápido, esas parodias de florestas. La ciudad consume el bosque pero no lo produce, en lo que se diferencia cualitativamente de la aldea, que ésta compelida a mantener las condiciones edafoclimáticas locales para preservar sus modos de existencia.

Ciudad quiere decir Estado. Las megalópolis crecen, en número y población, con el ascenso del Estado. A medida que se expande el aparato militar, policial, judicial, funcionarial, educativo, fiscal, etc., aumenta la naturaleza urbana de una sociedad. También, con la acumulación del capital, financiero, industrial y comercial, pues éste asimismo sitúa su espacio de asentamiento y organización en la ciudad. El desarrollo de las megalópolis mide hoy el ascenso del ente estatal y la concentración del capital.

Si el par Estado-capital crea ciudades, éstas originan agricultura y ganadería industrial, maquinizada y quimizada, incompatibles con la existencia de masas boscosas mínimamente suficientes. Así las cosas, la crisis climática es inevitable, en las condiciones actuales afectando a todo el planeta y no sólo a una porción, como sucedió en diversas ocasiones en el pasado, según se ha expuesto. Así pues, por la propia naturaleza de los hechos, la recuperación del clima, y con él de los fundamentos de la vida vegetal y animal tal como se ha dado desde hace milenios, demanda la conquista de la democracia, esto es, de un orden político sin aparato de Estado, autogobernado y libre. Requiere, por tanto, la revolución.

El ecologismo ofrece como pretendidos remedios ampliar las causas del mal. Su obsesión es incrementar las inversiones “verdes”, políticas, administrativas y económicas, lo que equivale a ampliar el número de organismos, la cantidad de funcionarios y la cifra de las empresas capitalistas. Esto lleva a concentrar todavía más la población y la actividad en las ciudades. Al considerar “insuficientes” los 100.000 millones de dólares prometidos está pidiendo más dinero para sí mismo, para engordar en tanto que ecofuncionariado venal, arribista y parasitario, dedicado a hacer aceptables entre las masas las pseudo-explicaciones con que el sistema de poder vela la realidad del desorden climático y evita la insurgencia popular por causas medioambientales. Tras más de medio siglo ofreciendo soluciones falsas en unos casos o e insignificantes o banales -cuando no frívolas- en otros, dirigidas a ampliar todavía más el aparato estatal, nos encontramos con que la situación del medio natural es peor que nunca, y con que el ecologismo, en esta coyuntura crítica e incluso dramática, se obstina en ofrecer como remedio al mal lo que llana y lisamente es el reforzamiento de sus causas.

El reto está lanzado: no es solución la simple reducción de los gases de efecto invernadero, hay que poner fin a las ciudades autodistribuyendo equilibradamente la población por todo el territorio, hay que liquidar la agricultura industrial, dirigida por el Estado y la UE, y reducir al mínimo cualquier tipo de agricultura. Hay que forestar, forestar y forestar. Hay que alimentarse y curarse, en una cierta proporción, desde la flora silvestre. Hay que eliminar en lo ideológico al fundamento del Estado, la voluntad de poder, y de la gran empresa capitalista, la codicia, el culto por el dinero y por lo material.

La gravedad, imposible ya de ocultar, de la crisis del clima muestra que la formación social actual está llegando a sus últimos momentos. Ya no puede avanzar mucho más porque choca con la resistencia del medio natural para adaptarse a su maldad y locura congénitas. El clima del planeta tierra es obra de los seres vivos que la habitan, por tanto, cuando la agresión contra aquéllos supera un nivel dado se origina un caos climático incontrolable, el actual en su desarrollo último. Las decisiones adoptadas en París en el mejor de los casos pueden hacer más lento el calentamiento global y las demás consecuencias de la naturaleza irracional y antinatural del actual orden mundial pero no extinguen sus causas (concausas) fundamentales[9].

Hay que enfatizar que el clima es obra sobre todo de los seres vivos (vegetales) y no de los gases de efecto invernadero, por tanto, sólo promoviendo aquéllos, en particular a los que habitan en los bosques -en primer lugar a los árboles- es posible revertir el actual estado de cosas y volver a una situación positiva. Olvidar a las criaturas vivas dadoras de vida para pensar exclusiva o principalmente en realidades inanimadas, en gases, es otra expresión del antagonismo existente hoy entre el statu quo, tecnificado-cientifista, y lo viviente.

El modelo actual de orden social, malsanamente estatizado, urbanizado y capitalizado, no tiene futuro, como ha probado el desorden climático manifestado en 2015. Ya no hay progreso posible con él, salvo hacia escenarios y situaciones cuya consideración produce intenso temor. No sirven ahora las soluciones fáciles y los paños calientes ofrecidos por los santones del ecologismo subvencionado, legicentrista, policiaco e institucional[10]. Ahora lo que está puesto sobre la mesa es la elección entre un cambio integralmente revolucionario o una explosión de nocividades que no logramos comprender del todo, ni en su esencia ni en sus efectos, tan inquietantes.

Considerando con realismo que las fuerzas mundiales de la revolución integral no alcanzan, ni mucho menos, para poner fin al actual régimen planetario de dominación, explotación y ecocidio, estamos obligados a contemplar el futuro inmediato con preocupación, aunque al mismo tiempo con la esperanza de que lo extremado de la situación lleve a millones de personas a despertar intelectual y emotivamente, a comprometerse y a intervenir de manera revolucionaria. Lo que está en juego es la continuidad de la vida en el planeta tierra, no sólo de la humana sino de toda ella.


Félix Rodrigo Mora

[1]
En verdad la cantidad a plantar es mucho mayor pues el índice de marras, de plántulas que perecen antes de los 5 años, suele ser del 80%, lo que demanda insistir una y otra vez. Considerando lo muy dañados que están los suelo y las disfunciones climáticas tan colosales que padecemos (sobre todo el tremendo calor de los veranos y la cada dia más larga sequía estival), para alcanzar los 2.000 millones de árboles maduros hay que poner unos 10.000 millones, al menos. Es una tarea que exige un tiempo bastante largo, probablemente entre 50 y 100 años. Por el momento no se está haciendo prácticamente nada desde las instituciones y la empresa privada, si se dejan de lado los funestos cultivos forestales de coníferas y eucaliptos. Únicamente algunos grupos y personas, casi siempre por su cuenta y a su costa, persisten en esta decisiva batalla por la continuidad de la vida. Las instituciones otorgan cantidades notables de dinero para todo tipo de asuntos perniciosos y destructivos pero no tienen fondos para arbolar. Ni el 1% de lo que realmente se embolsan los partidos políticos de derecha e izquierda destina el Estado a esta tarea…

[2] Otro asunto es reducir al mínimo el despilfarro de los alimentos. Hoy se arroja a la basura entre el 30%-50% de los adquiridos, cuando lo correcto debería ser el 2%. En “Despilfarro. El escándalo global de la comida”, Tristram Stuart. Si esto se corrigiera se podrían dedicar, en nuestro caso, hasta 6 millones de has agrícolas a forestación, únicamente a partir de tal cuestión. El obstáculo estructural está en el régimen capitalista de comercialización, que promueve el despilfarro para incrementar sus beneficios, lo que ha creado una mentalidad de descuido y derroche en las masas, hoy casi universal. La solución no puede ser exclusivamente de tipo moral y medioambiental sino que hay que operar sobre su componente básico, situado en la estructura misma del sistema económico capitalista. Por lo demás, el libro citado admite que este despilfarro, al ampliar la superficie cultivada, “trastoca el clima” (esto contradice el argumentario de la Cumbre parisina, unilateralmente gasista), altera “el ciclo hidrológico” y“agosta el suelo agrícola”, incrementando la “presión sobre los ecosistemas”. Respecto al progresivo empeoramiento de los terrenos agrícolas advierte que su productividad “puede disminuir hasta un 25 por ciento en este siglo”. Considerando esos y otros hechos coincidentes, Paul Roberts ha escrito un libro cuyo título dice bastante acerca de lo que cabe esperar si no hay un cambio revolucionario, “El hambre que viene”. Quienes siguen poseídos por el infantil optimismo propio del credo progresista burgués deberían adecuar sus percepciones a la realidad, no para entregarse al pesimismo sino para ponerse en pie y pasar a la acción transformadora. Sea como fuere: basta de narcóticos espirituales. Otro motivo de despilfarro, aciago también medioambientalmente, son los excesos en la alimentación, que lleva a un consumo por persona de unas 3.300 calorías diarias cuando basta con 2.500. Domeñar la gula permitiría excluir de la agricultura quizá un 20% del terreno cultivado, ganándolo para el bosque. Para eso hace falta sustituir las metas y fines materiales de la vida humana por otros de tipo inmaterial, convivencial y espiritual, y esto requiere una revolución integral que asigne otros fines, otro sentido y otro significado a la existencia.

[3] Al respecto, se debe estudiar la obra de César Lema Costas, en especial el libro “Manual de cocina bellotera para la era Post Petrolera”.

[4] La condición ambientalmente no sostenible de las sociedades sustentadas en ciudades (esto es, en Estados poderosos que se organizan en las ciudades) es expuesta, para diversas culturas, por Jared Diamond en“Colapso”. Si se llega a producir el colapso por motivos medioambientales de nuestra formación social, muy estatizada y por tanto urbanizada desmesuradamente, sería uno más de los que se han dado en el transcurso de la historia humana por ese motivo. El mal añadido es que ahora estamos ante un orden planetario y no ante casos que únicamente afectaron a un área o territorio parcial, con lo que el desorden y sus tremendos efectos son globales.

[5] El adversario principal de lo acordado en París fue Arabia Saudí, calificada por ello de “Fossil Colosal”, al haberse erigido en principal defensor de los combustibles fósiles. Cuenta John Perlin en “Historia de los bosques” la enorme devastación medioambiental que la expansión imperialista del islam a partir de la segunda mitad del siglo VII ocasionó en las orillas del Mediterráneo, sobre todo por construir flotas de guerra con las que efectuar su política de violencia y agresión, de conquista y activo comercio de esclavos y, sobre todo, de esclavas. Eso afectó no sólo a la orilla sur de ese mar sino a la norte, donde en particular Sicilia, Cerdeña y la península Ibérica quedaron gravemente desarboladas. Pero Perlin no describe, ni mucho menos, todo lo que sucedió. Al ser las sociedades islámicas superlativamente estatizadas, al carecer de libertad para el pueblo, se organizan rígidamente desde las ciudades, lo que ocasiona una degradación medioambiental enorme. Para mantener megalópolis tan aberrantes como Córdoba, con más de medio millón de habitantes en los tiempos del califato (siglo X), el régimen andalusí desertificó la mitad sur de la península (Andalucía sobre todo), dañando los encinares, promoviendo el monocultivo del olivo, etc., situación que se revertió tras su liberación por los pueblos del norte en los siglos XI-XIII. Algo similar hizo en África, lo que explica la progresión del desierto del Sahara desde hace siglos. La aspiración a constituir un Estado islámico poderoso lleva a prácticas ecocidas múltiples. Así pues, la reprobable actuación de Arabia Saudí en la Cumbre del Clima de París es expresión de lo habitual en este tipo de formaciones sociales.

[6] Mi posición sobre el llamado “movimiento ecologista”, hoy reducido a un peculiar cuerpo de neofuncionarios notablemente desprestigiados, está expuesta en “Los límites del ecologismo”, contenido en “¿Revolución integral o decrecimiento? Controversia con Serge Latouche”.

[7] En fechas coincidentes con la Cumbre del Clima de París la nueva izquierda institucional pro-capitalista, Podemos, efectúa un homenaje en Cádiz a la Constitución española de 1812, el fundamento de la revolución liberal, realizada contra los pueblos peninsulares de la península Ibérica y también contra la naturaleza, en particular contra el bosque y el árbol. Ese acto es no sólo una loa de facto del militarismo, el totalitarismo y el capitalismo, el triple contenido de aquel documento político-jurídico, sino además expresión de la mentalidad ecocida que promueven los prebostes de Podemos y sus aliados, entre ellos los ecofuncionarios multi-subvencionados de Equo, y X.M Beiras, agente del Estado español, colaborador con el franquismo, enemigo del pueblo gallego, devoto del capitalismo y notorio ecocida industrialista y desarrollista, como se expone en mi libro “O atraso político do nacionalismo autonomista galego”. Hay que hacer saber que la desamortización civil ha sido la mayor catástrofe medioambiental de nuestra historia, el inicio de lo que se ha denominado “saharización peninsular”, y hay que señalar a sus principales hacedores y a quienes ahora les enaltecen.

[8] Una introducción a esta cuestión en “El libro del agua”, Alick Bartholomew.

[9] En “El suelo, la tierra y los campos” arguye Claude Bourguignon que“un campo cultivado es un sistema en desequilibrio que espontáneamente tiende a empobrecerse”. Eso es verdad para casi cualquier tipo de agricultura pero muchísimo más para la que se practica actualmente, sea convencional o ecológica. Por tanto, se necesita que el espacio cultivado se haga mínimo, para lo que hay que lograr que la alimentación humana con plantas y frutos silvestres sea máxima. El libro citado es una lectura recomendable para quienes deseen comprender más profundamente la estafa perpetrada en París. También, la segunda parte de mi libro“Naturaleza, ruralidad y civilización”, de título “Los montes arbolados, el régimen de lluvias y la fertilidad de los suelos”, del que hay una edición independiente efectuada por la editorial Cauac. La humanidad no tiene futuro biológico si no reduce al mínimo la agricultura (todas las agriculturas, incluso las mejores, o sea, las menos funestas), verdad obstinada que los aterradores fenómenos climáticos observados en 2015 están demostrando. Una actividad benemérita es la de la agricultura regenerativa, que se propone restaurar la fertilidad de los suelos dañados, cada día más numerosos, aunque su obrar debe ser situado también en el contexto de lo antes expuesto.

[10] Desde el siglo XVIII pero especialmente durante el siglo XIX partes decisivas de nuestros bosques y pastos fueron destruidos para cultivar cereal, trigo en buena medida. William Davis, en “Sin trigo, gracias”, explica las negatividades médicas de aquél como alimento humano.

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